En los momentos clave de la historia, las naciones que logran avanzar son aquellas que saben mirar hacia adelante, perdonar y reconstruirse desde adentro. Panamá, hoy más que nunca, está ante una de esas coyunturas históricas: la posibilidad de una Amnistía Nacional que no solo beneficiaría al expresidente Ricardo Martinelli, sino también a decenas de ciudadanos que han sido parte del convulso y politizado acontecer de los últimos años.
Muchos podrán debatir sobre legalismos, interpretaciones o tecnicismos, pero lo que no se puede negar es el peso del alma nacional, ese sentimiento colectivo que clama por paz, reconciliación y una verdadera unidad patriótica.
Ricardo Martinelli no es solo un personaje político. Es un fenómeno social. Un hombre que conectó con el pueblo como pocos. Carismático, cercano, disruptivo, capaz de recorrer un mercado, un barrio popular o una cárcel con la misma energía. Quienes lo apoyan no lo hacen por cálculo político, sino por una lealtad que nace del recuerdo de un país en crecimiento, de obras concretas, de oportunidades reales para miles de panameños.
¿Perfecto? No. ¿Humano? Sí.
Y por eso mismo, merece también una oportunidad de redención como todo panameño. Porque no se trata solo de él. Se trata de todos nosotros. De cerrar un capítulo marcado por odios, persecuciones, revanchismos, injusticias selectivas y juicios mediáticos que muchas veces lastimaron más a la democracia que a los propios involucrados.
La amnistía es una herramienta de sanación.
No es impunidad, es madurez.
Es la capacidad de una nación de decir: “ya basta, caminemos hacia adelante”.
Los enemigos del perdón dirán que no se puede olvidar. Pero nadie habla de olvidar. Se trata de no vivir anclados en el resentimiento, de no seguir dividiendo a un pueblo que ya está bastante golpeado por la pobreza, el desempleo y la desesperanza.
Hoy tenemos la posibilidad de dar un paso gigante hacia una reconciliación nacional real. De hacer las paces con nuestro pasado reciente. De abrirle paso al futuro.
El odio no construye hospitales.
La venganza no crea empleos.
Las peleas eternas no pagan becas ni mejoran escuelas.
Panamá tiene derecho a un nuevo comienzo.
Uno donde se respete la ley, sí, pero también la justicia del corazón.
Donde la política no sea una guerra, sino una herramienta de progreso.
Donde los expresidentes no sean enemigos, sino parte de la memoria activa de una nación.
Si el perdón es un acto de los valientes, hoy Panamá tiene la oportunidad de ser verdaderamente valiente.
Y así, quizá, podamos volver a mirar al futuro con ilusión y no con miedo.
Pasar la página no significa rendirse. Significa seguir escribiendo la historia, pero con una pluma distinta: la del entendimiento, la de la unión, la de la grandeza nacional.