Aunque nací en una familia con profundas raíces socialistas —pero de ese socialismo real, puro, el que reconstruyó la España post Franco, el que fortaleció a Finlandia, el que tejió la unidad europea y diseñó el mejor Estado de Bienestar que ha existido, como el estadounidense, que muchos aún creen capitalista—, hoy, desde mi experiencia empresarial, no puedo ignorar una realidad que está sacudiendo al planeta entero: el dueño de la fiesta se cansó de servir gratis.
Durante décadas, Estados Unidos fue mucho más que una potencia económica. Fue el gran anfitrión del mundo. Con déficit tras déficit, sostuvo la economía global a costa de su propia estructura interna. Permitió que otros exportaran sin límites, disfrutaran de ventajas desproporcionadas y hasta de subsidios indirectos. Así, incluso un régimen comunista como el chino pudo florecer bajo el paraguas de la generosidad estadounidense.
Pero las fiestas no son eternas. Y ahora, cuando un líder como Donald Trump pone sobre la mesa el concepto de reciprocidad, cuando propone aranceles justos y plantea reindustrializar su país, el mundo —en especial el financiero especulativo— entra en crisis. Las bolsas tiemblan, los “privilegiados globales” se inquietan, y los que siempre vivieron del sistema sin aportar se indignan.
Pero el caos que hoy presenciamos no es económico. Es emocional. Es la rabieta de quienes nunca pensaron que la cuenta llegaría a la mesa.
Permítanme ilustrarlo con una imagen que viví en estos días:
Una fiesta lujosa, en un salón deslumbrante. Los países del mundo son los invitados. El anfitrión y sus camareros, Estados Unidos. Durante años, sirvieron champán, caviar y manjares sin pedir nada a cambio. Los comensales brindaban, bailaban, criticaban la decoración y hasta exigían más variedad en el menú.
Hasta que, un día, el anfitrión dijo basta. Ordenó a sus camareros cobrar. Se quitó el esmoquin, se puso una chaqueta de mezclilla, tomó el micrófono y anunció:
“A partir de ahora, cada quien paga lo que consume. Y si quieren vender aquí, también tendrán que comprar aquí.”
Silencio. Estupor. Las copas caen, los burócratas escupen el foie gras y los músicos de Wall Street desafinan su sinfonía.
Y entonces, el anfitrión pasó a ser el villano. Pero en el fondo, todos sabían que la fiesta era insostenible. Solo que nadie quería quedarse sin música.
La justicia incomoda. Especialmente a quienes han vivido del privilegio y a expensas de otros. Pero el mundo necesita aprender una lección: no se puede vivir eternamente de la generosidad ajena. Y quien fue claro desde el principio fue Trump. Lo advirtió en campaña. Lo reafirmó en el poder. La fiesta subsidiada se acabó.
Lo más irónico —y hasta cómico— es ver a ideólogos de izquierda amenazando con represalias. Es como si un mendigo protestara porque su benefactor ha decidido darle menos, pues ahora debe alimentar también a su propia familia. El mendigo grita: “¿Cómo te atreves a recortar… ¡mi dinero!?”
Ese es el nivel de cinismo que hoy reina en algunos discursos globales. Un mundo acostumbrado a servirse sin pagar está descubriendo que la justicia no es populismo, ni nacionalismo extremo, ni venganza: es simplemente equilibrio. Y cuando llega, duele. Pero también transforma.
Hoy, como empresario, como líder, como hombre que ha crecido entre ideas socialistas, pero ha triunfado en el mundo libre, afirmo con claridad: se acabó la música gratis. Y eso no es el fin del mundo. Es el comienzo de uno más justo.
— Aldo López Tirone
Empresario, conferencista y defensor del equilibrio entre justicia económica y liderazgo visionario.