La reciente declaración del candidato Ricardo Lombana, afirmando públicamente que “le consta” que existió una conspiración para impedir que José Raúl Mulino asumiera la Presidencia de la República, abre una grieta profunda en su credibilidad y lo coloca —por su propia confesión— en el terreno peligroso de la complicidad y la omisión deliberada ante un presunto delito de sedición.
Lombana no hizo una insinuación. No opinó. No repitió rumores. Afirmó categóricamente que LE CONSTA, lo que en términos legales equivale a admitir conocimiento directo o verificable de un acto ilícito. Y si ese acto consistía en intentar impedir la sucesión constitucional, estamos hablando de uno de los delitos más graves contra el Estado panameño.
El silencio que incrimina: cuando “callar” se convierte en participación
Queda entonces una pregunta inevitable: Si a Lombana le constaba un plan para sabotear la toma de posesión del Presidente electo, ¿por qué nunca lo denunció ante las autoridades competentes?
El Código Penal panameño es claro: quien conoce de un delito que atenta contra el orden constitucional y no lo denuncia incurre en responsabilidad penal por omisión, especialmente cuando dicho silencio favorece la ejecución o avance de la conspiración.
Lombana hoy pretende erigirse como el gran fiscal moral del país, pero su propia declaración lo traiciona.
Porque si sabía, calló.
Y si calló, consintió.
Y si consintió, participó.
El argumento de que “no quiso hablar antes” porque estaba involucrado en la contienda electoral se derrumba ante una verdad elemental: cuando la democracia está en riesgo, el silencio no es prudencia; es complicidad.
¿Conveniencia política disfrazada de ética?
El país debe preguntarse otra cosa: ¿A quién beneficiaba el silencio de Lombana?
Su discurso reciente parece más cálculo político que convicción democrática. Guardó silencio cuando más debía hablar, y ahora, en plena campaña, revela que “siempre supo” lo que muchos señalaban como maniobras oscuras para evitar que Mulino llegara a la Presidencia.
Ese silencio oportuno —que casualmente coincide con su estrategia electoral— no lo convierte en un defensor de la institucionalidad, sino en un actor pasivo, consciente y funcional a la conspiración que dice repudiar.
No se puede jugar a ser víctima y testigo privilegiado a la vez.
No se puede clamar por transparencia después de haberla negado.
No se puede predicar moral cuando se admite haber ocultado información esencial para la estabilidad del país.
La grave admisión: sedición por omisión
Al decir que le consta una conspiración para impedir la toma de posesión del Presidente electo, Lombana reconoce conocimiento sobre un acto que encaja —sin matices— en el tipo penal de sedición o atentado contra el orden constitucional.
Y la ley es clara: Quien conoce un delito de esta naturaleza y no lo denuncia, es cómplice por omisión.
No se trata de retórica política.
No se trata de diferencias entre campañas.
Se trata de la estabilidad del país.
Conclusión: cuando la ambición supera al deber ciudadano
El verdadero escándalo no es la conspiración misma —que deberá ser investigada con rigurosidad— sino que un candidato presidencial afirme conocerla desde dentro y haber guardado silencio por meses, incluso años.
Ese acto lo descalifica moralmente y lo expone jurídicamente.
Porque el que calla ante un golpe… lo avala.
Lombana no puede presentarse como el paladín de la ética mientras admite haber sido testigo silencioso de un ataque contra la institucionalidad democrática.
Si “le constaba”, como él mismo dijo, entonces el país necesita respuestas, no excusas.
Y la justicia debe determinar si, con su silencio, se convirtió en cómplice de SEDICIÓN.
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