La reciente decisión de la Corte Suprema de Justicia (CSJ) de crear un fondo especial que garantiza a magistrados y jueces una jubilación equivalente al 100% de su último salario ha encendido una oleada de indignación ciudadana que no debe minimizarse ni despacharse como ruido fácil. Esto no es un conflicto técnico entre especialistas: es un dilema ético, financiero y constitucional que interpela la legitimidad misma del Poder Judicial ante una sociedad que pide cuentas y equidad.
Hay varios ejes que exigen una reflexión seria y a la vez una respuesta institucional responsable:
Primero, la oportunidad política y social. En momentos en que millones de panameños enfrentan presiones económicas —subida de precios, servicios públicos tensionados y demandas crecientes en salud y educación—, autorizar un privilegio pensionario que no se comparte con la gran mayoría aparece no solo como inexplicable, sino como profundamente injusto. La percepción pública no es un dato menor: la confianza en las instituciones se erosiona cuando la ciudadanía percibe que hay reglas distintas para unos pocos. Las voces de rechazo no surgen del vacío; afloran ante una decisión que parece actuar en contra del interés colectivo.
Segundo, la técnica jurídica y la constitucionalidad. Varios juristas y exfuncionarios han señalado posibles vicios en la creación de este fondo —incluida la inconstitucionalidad del mecanismo— y la Contraloría General anunció que prepara acciones legales para impugnar la medida. Si la Corte se arroga facultades que bordean o violan la ley, la propia idea de independencia judicial se daña: la independencia no puede convertirse en inmunidad para decidir beneficios de forma opaca. El control institucional y el equilibrio de poderes existen, también, para proteger la credibilidad de la justicia.
Tercero, la transparencia y la motivación del acto. Los ciudadanos exigen claridad: ¿por qué se aprobó el Acuerdo ahora? ¿qué cálculo actuarial respalda la sostenibilidad del fondo? ¿qué porcentajes y beneficiarios concretos implican el gasto público? La falta de respuestas claras alimenta sospechas de privilegio y de decisiones tomadas “a puerta cerrada”. Instituciones que juzgan no deben adoptar medidas que, por su forma o por el modo de aprobación, terminen pareciendo acuerdos entre amigos. La justicia debe ser —y parecer— ejemplar.
Cuarto, la dimensión presupuestaria. Aunque algunos voceros alegan que el impacto es marginal en términos porcentuales del presupuesto institucional, el símbolo prevalece sobre la aritmética técnica. Un país no se construye solo con cálculos fiscales: se construye con legitimidad. Cuando a la ciudadanía le explican que la mejora es “0.26% del presupuesto institucional” mientras muchos hogares ajustan gastos básicos, la respuesta ciudadana es visceral. El problema es cultural y político: el saqueo de la percepción pública puede costar más que las cifras.
¿Significa todo esto que los magistrados no merezcan una pensión digna? Por supuesto que merecen seguridad en la vejez. El debate sano es cómo garantizarlo mediante reglas claras, uniformes y publicadas, con respaldo técnico (actuarios), y sin privilegios ad hoc que excluyan a otras categorías del servicio público. La verdadera solvencia institucional pasa por normas aplicables para todos y por controles externos robustos que prevengan beneficios discrecionales.
¿Qué medidas deben adoptarse ya, con sentido de Estado y responsabilidad?
Transparencia inmediata: Publicación íntegra del Acuerdo, de los estudios actuariales y del cálculo del costo total y por beneficiario. Nada de medias verdades.
Revisión técnica independiente: Encargo de una auditoría externa y publicación de su informe para despejar dudas sobre la constitucionalidad y la sostenibilidad del fondo.
Diálogo público: Audiencias públicas o debates con representantes de la sociedad civil, colegios profesionales y gremios empresariales para explicar el porqué y el cómo. La justicia no puede aislarse.
Control institucional: Si existen indicios de que el proceso fue irregular, que la Contraloría y la Fiscalía actúen con celeridad y transparencia; si hay error, que se rectifique de inmediato.
La independencia judicial es sagrada; pero la independencia no es un cheque en blanco para decidir sobre privilegios que socaven la confianza pública. Los magistrados merecen respeto y protección, sí; pero el país merece, sobre todo, sensatez. El momento exige que el Poder Judicial demuestre que puede administrar sus propios asuntos con la misma ejemplaridad que exige a los demás poderes. Si la Corte corrige y abre el debate técnico y público, ganará legitimidad. Si se atrinchera en el secretismo, perderá mucho más que unos puntos presupuestarios: perderá la moral pública.
En una democracia madura, las decisiones que afectan el interés general se explican con hechos, no con discursos. Panamá merece una justicia que, además de ser independiente, sea percibida como justa, prudente y responsable. Hoy la Corte tiene ante sí una oportunidad: transformar esta crisis de percepción en una ocasión para reafirmar su compromiso con la nación. Ojalá elijan la ejemplaridad.
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