La discusión vuelve a la mesa y no es menor. El presidente de la Asamblea Nacional, Jorge Herrera, ha decidido jugársela por una propuesta que ya despierta polémica en las calles: reformar la Ley 37 de 2009 para aumentar los fondos destinados a los municipios y juntas comunales.
Herrera, en su defensa ante la Comisión de Asuntos Municipales, asegura que el objetivo es “hacer un giro de 360° en los gobiernos locales, con más transparencia y participación ciudadana”. Sin embargo, su mensaje no convence a todos. ¿Cómo creer en más dinero para los mismos actores, sin garantizar controles efectivos que eviten el clientelismo que tantas veces ha manchado la descentralización?
La iniciativa incluye ajustes al impuesto de inmuebles, un aumento progresivo en el Programa de Inversión de Obras Públicas y Servicios Municipales (de $110,000 a $250,000 a partir de 2026) y la duplicación del mínimo para aplicar la fórmula de solidaridad intermunicipal. Herrera argumenta que lo que hoy reciben los repres “apenas alcanza para proyectos menores” y que con $76 mil balboas por corregimiento “no se puede hacer nada”.
Hasta ahí, la discusión podría parecer técnica. Pero el verdadero ruido lo genera la ya criticada disposición de quintuplicar las dietas de la directiva de la Autoridad Nacional de Descentralización, de $100 a $500 por reunión. Ante el rechazo ciudadano, Herrera reculó y dijo que ese artículo “se quita ya”. Pero el daño está hecho: el país percibe que, otra vez, se prioriza el beneficio político por encima de la verdadera transparencia y eficiencia.
La memoria reciente no ayuda. Durante el gobierno de Laurentino Cortizo, el modelo de descentralización se vio salpicado por escándalos y denuncias de clientelismo político. ¿Qué garantías existen de que más fondos no terminarán en las mismas redes de favoritismos?
El reto de la Asamblea es monumental: convencer a una ciudadanía cansada de promesas y de ver cómo los recursos públicos se convierten en botines políticos. Si no se establecen mecanismos claros de control y rendición de cuentas, este proyecto podría ser percibido no como una reforma para el desarrollo local, sino como otra jugada para aceitar la maquinaria política de cara al futuro electoral.
La pregunta sigue en el aire: ¿Necesidad o politiquería? La respuesta no está en los discursos, sino en los hechos y en la capacidad de demostrar que esta vez la descentralización no será sinónimo de corrupción disfrazada de inversión social.