Panamá vive días difíciles. No solo por la herencia de crisis económicas globales y locales, sino también por una creciente ola de cierres, huelgas y manifestaciones que, lejos de conducirnos al diálogo y al desarrollo, nos acercan peligrosamente a un modelo de radicalismo callejero con agendas oscuras y no siempre patrióticas.
Nadie desconoce que el panameño común sufre: falta el dinero en el bolsillo, escasea el empleo y se siente frustración con la política. Pero ¿es esta la vía? ¿Quién financia todo esto?
¿De dónde sale el dinero para semanas de movilizaciones, combustible, altavoces, carpas, pancartas y logística diaria en múltiples puntos del país? No estamos hablando de protestas espontáneas y aisladas, sino de una operación sostenida, articulada, repetitiva y cada vez más profesional.
La gran pregunta que empieza a flotar en el ambiente con más fuerza es:
¿Estamos ante una protesta popular legítima o ante una estrategia política financiada por intereses oscuros, nacionales o extranjeros?
¿Hay partidos políticos locales que adversan al actual gobierno, tratando de desestabilizar lo poco que se puede construir?
¿Hay financiamiento proveniente de países del área que buscan exportar sus modelos ideológicos totalitarios, disfrazados de movimientos sociales o de “resistencia popular”?
Lo cierto es que hay patrones conocidos: Nicaragua comenzó así, con agitación callejera justificada por causas nobles. Luego vinieron las restricciones, los presos políticos, el control de los medios y la pérdida de libertades.
Cuba igual. Venezuela también. Y hoy sus ciudadanos claman por lo que una vez perdieron entre promesas, adoctrinamiento y consignas vacías.