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En un momento en el que proclamarse europeísta y estar en contra de la adhesión de nuevos miembros sería tan contradictorio como ser demócrata y apoyar únicamente el voto masculino, la fatiga de la ampliación de la Unión Europea (UE) parece estar cediendo terreno. Durante los últimos 15 años, esta fatiga se había convertido en el paradigma predominante en Bruselas y la mayoría de las capitales europeas, en parte debido a las secuelas de la Gran Recesión.
Sin embargo, la historia de la ampliación de la UE es una de las grandes historias de éxito de la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI. Desde la década de los setenta hasta la segunda mitad de los años 2000, la incorporación sucesiva de nuevos Estados miembros no solo revitalizó a los recién llegados (con España como un ejemplo destacado) sino que también fortaleció el proceso de integración supranacional. Esto se logró mediante la transferencia simultánea de soberanía institucional y competencial.
La ampliación no solo enriqueció la diversidad cultural y económica de la UE, sino que también consolidó su influencia en la escena global. La llegada de nuevos Estados miembros aportó nuevas perspectivas y energía al proyecto europeo, fortaleciendo la cooperación en áreas que van desde la economía hasta la política exterior.
Hoy, aunque persisten desafíos, se observa un renovado interés en la ampliación de la UE. La idea de expandir la familia europea a nuevos países puede brindar nuevas oportunidades y desafíos, reforzando la visión de una Europa unida y comprometida con la cooperación internacional. La luz de la ampliación está volviendo a brillar en el horizonte europeo, ofreciendo un nuevo capítulo en la historia de la integración europea.
